Llovía. Solo sé que llovía, aquella noche que la vi por vez primera. Fue tal el impacto de su presencia, que su imagen se metió en mi mente. Sentí que uno de esos rayos que se escuchaban a lo lejos hubiera caído sobre mí; me quedé paralizado, sin importarme que la lluvia empapara mi ropa.
Cuando salí del trance, la busqué con la vista pero ya había desaparecido.
A partir de ese instante, y cada noche, la esperé en el mismo lugar. Pensé que trabajaría cerca de allí, y que aparecería de un momento a otro; no me equivocaba.
Aunque sabía que la volvería a ver, no estaba preparado para tenerla tan cerca.
Sonreía, y su sonrisa hizo que yo también sonriera. Parecía un idiota, pero no me importaba. Tendría treinta años, a lo sumo.
Era en verdad hermosa y vestía elegantemente. Tenía ese algo que uno no sabe explicar, pero que atrae enseguida. Miraba hacia algún punto perdido de la calle, como si buscara un taxi.
Los dioses se apiadaron de mí, mandando una lluvia providencial. No era en realidad una lluvia, sino una simple llovizna, pero era la excusa perfecta para acercarme; tuve ese impulso que me ha metido en tantos problemas, y corrí hacia ella mientras abría mi paraguas.
––Señorita, parece que va a llover, el cielo se está nublando… ––dije con torpeza. Sonrió, como preguntándose qué pretendía aquel individuo que se atrevía a cubrirla con un paraguas.
––Discúlpeme… solo quería… este… si no tiene inconveniente…
––Tengo mi propio paraguas, por si no se ha dado cuenta. Y no llueve, creo que está viendo visiones ––me respondió con una sonrisa.
––¿Trabaja por acá? Me parece haberla visto antes, ¿o son suposiciones mías? ––¡Oh! Tarde me percaté que decirle eso podría hacerle pensar que la estaba vigilando.
––Sí, en este edificio.
––¡Perdón! Pero qué desconsiderado soy, ni siquiera me he presentado. Soy Augusto Cárdenas. ¿Y usted es…?
––Madeleine. Solo Madeleine.
––Bien. No la torturaré para que me diga su apellido. ¿Le gustaría tomar un café? Digo… si no está apurada. Acá cerca hay una cafetería a la que voy siempre. Tienen unas empanadas deliciosas ––me miró un instante, como sopesando su respuesta, pero al final exclamó:
––¡Me encantan las empanadas!
Caminamos las dos cuadras que nos separaban de la cafetería hablando sin parar de cualquier cosa. No tenía ningún tipo de complejos y demostraba tal seguridad en sí misma, que por momentos pensé que era ella la que me había invitado a salir.
Fue una conversación deliciosa en la que descubrí a una mujer divertida e interesante, con la que me sentí muy a gusto. Tal vez al fin había encontrado a la mujer con la que todo hombre sueña.
De repente miró su reloj y dijo que se tenía que ir.
––¿Podemos vernos de nuevo? ––le pregunté temeroso de que su respuesta fuera negativa.
––Es posible, casi siempre salgo a la misma hora. Pero no quiero que se quede bajo la lluvia… como la otra noche ––esa respuesta me tomó por sorpresa. ¡De modo que ya me había visto! Eso jugaba a mi favor.
––¿Puedo llevarla a su casa? Es lo mínimo que puedo hacer por usted. Pediré un taxi.
Rato después íbamos rumbo a su casa por una avenida amplia de la capital, cuyo nombre prefiero mantener en reserva.
En un momento dado, Madeleine recostó la cabeza sobre el cojinete, como si estuviera cansada, y cerró los ojos. Fue entonces en que ocurrió lo impensado. Se levantó de repente, como empujada por un resorte, me miró espantada y emitió un grito de súplica mientras el llanto corría por su bello rostro:
––¡Por favor! ¡No me hagan daño! ¡Nooo, por favor! ¡No me hagan daño! ––intenté agarrarle los brazos para evitar que me golpeara, pues tal fue la intensión que vi en su mirada, pero se zafó y me arañó con la ferocidad de alguien que quiere defenderse a toda costa.
––¿Qué le pasa? ¡Madeleine! ¡Nadie quiere hacerle daño! No se preocupe. Mire, vamos para su casa ––no respondió. Se quedó estática, como suspendida en el aire mientras el taxista aceleraba. Tal vez pensó que yo intentaba algo contra la joven, porque aceleró, tal vez en busca de la policía.
––No vaya a pensar que quiero sobrepasarme con ella ––le dije al chofer, pero no me respondió. Tal vez, en su trabajo diario no era la primera vez que era testigo de atrocidades, pero este no era el caso.
Mientras tanto, Madeleine no reaccionaba. Intenté reanimarla, y abrió los ojos… pero algo en su mirada me decía que ya no era la misma… ¡algo muy malo le había ocurrido! Su mirada denotaba una rabia infinita.
Temí que volviera a agredirme y la tomé de las manos. Con una fuerza descomunal se apartó de mí, mientras profería toda clase de insultos con una voz que no le pertenecía. Los sonidos guturales se hicieron ininteligibles. Se movía frenéticamente, como poseída. Pensé que tendría un episodio de psicosis, o sufría de ataques de pánico. No comprendía por qué actuaba de esa manera.
––¿Qué pasa? ¿Qué gritos son esos? ––preguntó el chofer. Entendí que tal comportamiento podría meterme en problemas, pero a la vez sentía mucha simpatía por ella y haría lo posible por ayudarla.
––No sé. Parece que tuvo una pesadilla ––le respondí. Me entristecía que la mujer que parecía ideal, tuviera problemas mentales; con eso se esfumaban todas mis esperanzas de tener algo con ella.
El auto se detuvo. Pensé que el taxista nos había llevado a un puesto policial, pero para mi asombro estábamos frente a una clínica. Se bajó presuroso y pidió que nos atendieran de inmediato. No supe qué razón lo había llevado a tomar esa determinación, pero me alegraba que no hubiese recurrido a la policía, debido a las muchas preguntas que no sabría cómo responder.
Como pudimos entramos a Madeleine. Un doctor nos preguntó qué le había ocurrido. Nos miramos con el taxista sin saber qué responder.
––Cuando íbamos para su casa tuvo un ataque. No sabemos si fue un ataque epiléptico o qué, pero se puso agresiva, mire cómo me arañó ––le dije, enseñándoles mis heridas.
––Parecía como si se hubiera vuelto loca ––acotó el taxista.
––¿Y usted qué parentesco tiene con la mujer? ––me preguntó el médico. Me turbé un poco, pero respondí:
––Es una amiga.
––Necesitamos que venga un pariente. Llame a alguien de la familia.
––Disculpe, doctor, no conozco a nadie de su familia. Tal vez en su celular pueda encontrar a alguien… ––le dije. Se dio media vuelta y se fue. Luego volteó y me ordenó:
––No se aleje. Necesito hablar con usted. Mientras, le haremos algunos exámenes.
Le pagué la carrera al taxista, y le pedí su número telefónico en caso tuviera que servirme como testigo de que yo no intenté nada en contra de Madeleine.
Una hora después vi llegar a una pareja. Estaban visiblemente angustiados. Se dirigieron hasta el puesto de enfermeras y preguntaron algo. Luego voltearon a mirarme con extrañeza, como tratando de reconocerme. Me puse de pie para recibirlos.
––¿Usted quién es? ¿Qué pasó con mi hija? ––me preguntó el señor.
––Yo soy Augusto Cárdenas. Soy amigo de Madeleine. Cuando la llevaba para su casa, sufrió un… creo que no es nada grave. Solo sé que se descompuso de un momento a otro. El médico me dijo que le estaban haciendo algunos exámenes. Él sabrá explicarles mejor que yo que es lo que tiene…
––¿Pero cómo así? ¿Qué fue lo que le pasó? ¿De dónde la conoce? ¡Ella nunca nos habló de usted! ––me preguntó la mujer que tenía un parecido increíble con Madeleine.
––La verdad, la conozco hace poco ––le respondí acentuando las palabras. No quería que comenzaran a sospechar de que yo había tenido algo que ver con la situación de su hija. Por fortuna en esos momentos salió el médico. Los padres le preguntaron ansiosamente cómo se encontraba su hija y qué le había pasado.
––Le hemos dado sedantes. Ahora duerme. Estamos verificando si tuvo un ataque de pánico. Le estamos haciendo algunas tomografías, electrocardiogramas y otros exámenes para poder saber con mayor exactitud qué le ocurre. El señor se ha hecho cargo de los gastos ––dijo el médico señalándome.
––No es necesario, gracias, ella tiene su seguro ––se apresuró a decir el padre.
––Bueno. Apenas despierte veremos si está en condiciones de que la vean. Por ahora es mejor dejarla descansar. ¿Ella sufre de alguna enfermedad? ¿Es alérgica a algún medicamento? ––preguntó el médico.
––No, doctor, al menos no que sepamos.
––Bien. Permiso. Más tarde hablamos ––dijo finalmente el doctor.
No quise entablar conversación con los padres. No tenía nada qué decirles, y temía responderles mal si se atrevían a deslizar la posibilidad de que yo tuviera algo que ver con su actual condición.
Me sentía terriblemente cansado, por lo que me excusé con los padres de Madeleine. Les di mi número telefónico por si llegaban a necesitarme, y me retiré.
Al día siguiente, preocupado por no haber recibido ninguna llamada, pedí permiso en la oficina y me fui directo hasta la clínica. Cuando llegué y pregunté por Madeleine o por los padres de esta, me dijeron que se la habían llevado. Me informaron, además, que los padres habían dado la orden de no dar a nadie ningún tipo de datos respecto a su hija.
Cuando estaba por retirarme, apesadumbrado, se me acercó un hombre que dijo ser oficial de policía. Me llevó aparte y me informó que el taxista me había denunciado como presunto agresor sexual. ¡Sabía que algo así me pasaría! Acto seguido me preguntó qué exactamente había ocurrido. Le expliqué escuetamente lo sucedido, y cuando terminé le pregunté si iba a ser detenido y qué sabía respecto a Madeleine. La respuesta que me dio me dejó con tal desasosiego, que sé que la culpa me perseguirá hasta el último de mis días:
––No te preocupes, no le vamos a detener. Es mejor que olvide a esa mujer. Sus padres así lo han decidido. Solo quería decirle que no es la primera vez que ocurre algo así. En esa avenida, exactamente en ese sitio, violaron y asesinaron a una mujer. Tal parece que su espíritu no puede descansar en paz, y cada vez que alguna mujer pasa por el lugar… se mete a su cuerpo. Es como si no pudiera salir de aquel trauma, y repitiese una y otra vez aquel espantoso suceso.
MANUEL TEYPER.